La relación con los pares.
La relación de los jóvenes delincuentes con sus pares fue objeto de muchos estudios.
Kercher llegó a afirmar que la asociación con otros criminales es el predictor más fuerte de comportamiento ilegal. Sin embargo, no hay acuerdo sobre el orden temporal.
Las preguntas sobre la relación entre delito y grupo de pares se insertan en el cruce de dos problemáticas contiguas: las formas de sociabilidad de jóvenes y la existencia de una subcultura juvenil.
Los estudios pueden dividirse en 3 periodos:
· En los inicios de la escuela de Chicago el crecimiento urbano de las primeras décadas del siglo XX transformo el temor al ‘desorden’ en la preocupación sociológica central.
· Luego en la posguerra, los trabajos dialogaron a favor o críticamente con el desajuste entre medios legítimos y fines deseables propios de la visión mertoniana de la anomia
· Finalmente la descomposición de ese mundo replantea la preocupación por el desorden y la desorganización social de principios de siglo.
En la posguerra, el funcionalismo se centra en aquellos grupos todavía no integrados a la estructura central. Las pandillas son formas organizadas de respuesta a la anomia. También se pueden considerar una protección necesaria para sobrevivir en barrios violentos.
Proveedores: aquellos que básicamente deciden en forma individual realizar un delito para proveerse de recursos. Su sociabilidad se acerca a la hipótesis de la autoselección: primero el individuo toma la decisión de robar, y luego decide acercarse a quienes puedan ayudarlo.
Barderos: el delito forma parte de una serie mayor de disrupción de las reglas de convivencia, el bardo. El bardo tiene elementos de diversión tradicionalmente asociados al delito juvenil. Robar es una experiencia excitante, aunque eso no excluye las motivaciones económicas. En los barderos es difícil señalar una motivación individual como aparece en los proveedores. El robo es parte de una actividad grupal, y así su sociabilidad se acerca a la hipótesis de la asociación diferencial, según la cual el grupo precede a la acción delictiva.
Como estos grupos no exigen exclusividad, pueden coexistir en grupos jóvenes que delinquen con otros que no. Estos últimos no se sienten en peligro de “contagio”. El robo es una parte importante del grupo pero no central. Ninguna de las dos “partes” presiona a la otra.
Sin embargo, el consumo de drogas genera más conflictos. La lógica de provisión atenúa el carácter de infracción de un robo, no así de la droga. El consumo regular de drogas exige una serie de prácticas que requieren más organización que los robos poco planificados.
Relaciones con la familia.
El consenso actual es que sólo en interacción con otros factores determinados contextos familiares hacen que sean más probables las actividades delictivas.
Para los teóricos del control social, el eje está en el déficit de socialización. La desestructuración familiar temprana dificultaría la internalización de las normas sociales, lo que los haría más propensos a elegir acciones delictivas para obtener gratificaciones inmediatas.
Hay pruebas para todos lados en este sentido, pero a pesar de todas las salvedades que se pueda hacer, es innegable que hay relación entre las familias no intactas y el delito. El tema es ver cuál es esa relación.
En primer lugar, hay que evitar la falsa imagen de un punto de inflexión entre un hogar bien estructurado y otro que no. Y además, no todas las separaciones son negativas. ¿Cuándo parecen serlo? Particularmente cuando se desarticula un esquema doméstico previo sin que se pueda recurrir a familiares o instituciones para colaborar en el cuidado de los hijos pequeños.
Las experiencias de internación o confinamiento muy temprano también debilitan los lazos con la familia de origen; los chicos se sienten como engañados por sus padres.
En cuanto a la violencia, la victimización infantil temprana aumenta en un 50% las probabilidades de criminalidad ulterior.
La madre es el personaje central en la vida de estos jóvenes. Sienten culpa frente a ella y prometen “rescatarse” para que no sufra más.
El padre no es idealizado sino que más bien presenta conflictos, y sienten que está en deuda con ellos por lo que no hizo.
Los hermanos es un tema poco estudiado en criminología. Con los “buenos” es una relación ambigua de resentimiento y admiración. Y compararse con ellos los lleva a reflexionar sobre sus propias acciones.
La organización del hogar es un tema importante también. La ausencia de responsabilidades denota la pérdida de interdependencia en el hogar, que se da junto a un proceso de etiquetamiento. Se los estigmatiza como “vagos” por no colaborar, y ese estigma los libera de la obligación de tener que rendir cuentas y ser pasibles de exigencias.
No parece haber una relación de exclusión entre delito y responsabilidades domésticas.
Con la situación de desempleo actual, la inestabilidad cotidiana de quienes salen causa inestabilidad en los que se quedan. Se debilitan los lazos internos.
En muchos casos hay un pacto de silencio en el hogar. A veces, esto es una forma de resguardar el equilibrio dentro de la familia.
Un punto de inflexión son los casos en los que la familia “se cansa” y no los va a buscar a la comisaría. Este hecho marca a menudo el comienzo de una trayectoria delictiva más comprometida.
Hay dos lógicas de construcción del relato autobiográfico: las que aparecen signadas por un determinismo en el pasado, o las que se definen como orientadas por sus motivaciones y objetivos. En los chicos entrevistados no se detecta ninguna de estas dos lógicas, indicando la escasa distancia reflexiva sobre los propios actos, condición necesaria para tomar distancia de los mismos, evaluar sus consecuencias, y eventualmente encarar un rumbo diferente.
Trayectorias escolares.
Escolaridad y delito se han pensado siempre como dos actividades contrapuestas, y los datos sobre la relación entre fracaso escolar, deserción temprana y delincuencia juvenil confirmaron por mucho tiempo esa hipótesis.
La teoría de la tensión sostenía que el fracaso escolar llevaba a los jóvenes a intentar afirmarse identitariamente mediante el pasaje a la delincuencia. Para los teóricos del control social, la deserción escolar contribuía al debilitamiento de las formas de regulación personal.
El consenso actual es que la escuela no tiene incidencia en la génesis de las conductas delictivas, aunque su accionar puede favorecer o contrarrestar tendencias que se gesten por fuera de ella.
Los rasgos más salientes de las trayectorias escolares de los jóvenes entrevistados eran una escolarización signada por un desempeño deficitario, repetir años y en muchos casos, deserción.
Pero para estos jóvenes la propia experiencia se disociaba del juicio general, ya que valoraban genéricamente a la educación como agente legítimo de socialización y movilidad social. Pero a ellos les resulta incomprensible porque no pueden encontrarle un sentido general, articular de algún modo la experiencia escolar con los otros aspectos de sus vidas. Pocos van más allá de “dejar de ser ignorantes” o “saber leer y escribir”.
Y no se puede ser optimista con que repitan que “la escuela es necesaria para trabajar”, pues si para conseguir un trabajo hay que estudiar y ellos no lo logran, no lo conseguirán y abren el juego a otro tipo de actividades delictivas.
La participación en un acto delictivo es una experiencia de alta intensidad, frente a la cual la escuela se vuelve menos interesante. Pero si algún suceso tiene el poder de interrumpir la escolaridad es porque el apego a la misma no es muy sólido.
A veces dejan la escuela al comenzar a trabajar en puestos de escasa duración, por lo que una vez finalizados se quedan fuera del mundo del trabajo y de la escuela.
A veces se hace un desplazamiento de la idealización de la madre a la figura de la maestra, pero esto cambia en el secundario con los profesores, de quienes sienten “bronca”.
Tampoco establecen relaciones fuertes con sus compañeros de escuela; sus grupos son del barrio.
La escuela hoy es mucho más tolerante que antes con el comportamiento y desempeño de los jóvenes. La exclusión puede verse, en todo caso, en el querer que los jóvenes pasen “como sea” por el colegio, aún cuando no se cumpla la función que debe.
El resultado más palpable del mal desempeño escolar y de la estigmatización es una fuerte autodescalificación por parte de los entrevistados, quienes internalizan el ser “burros” o”barderos”. Este etiquetamiento contribuiría indirectamente a propiciar las probabilidades de acciones delictivas al verse descalificados para intentar suerte en el mundo del trabajo.
Tienen la idea de que la escuela no “rescata” de la situación de delincuencia, sino que para volver a ella hay que rescatarse previamente. Parece que primero se comienza a robar y más tarde se deserta.
La vida en el barrio.
El barrio aparece en los relatos de los jóvenes como un lugar y como una comunidad.
En el Gran Buenos Aires el barrio contribuyó a la conformación de una identidad obrera, pero esto se deshace en los noventa con la debilitación de la integración por medio del trabajo estable y bien remunerado. Así se acrecienta el papel del barrio como lugar de pertenencia y escenario de conflictos políticos.
Los jóvenes describen los barrios como si estuviesen confirmados por casas aisladas, distantes, con pocos habitantes, sin comercios ni muchas instituciones.
El barrio, en tanto territorio propio y lugar central de todas sus actividades constituye un horizonte espacialmente acotado. Las esquinas son el lugar por excelencia para el encuentro con sus pares.
En cuanto a los límites, si bien dentro del barrio están poco diferenciados, son definidos externamente, siendo la principal frontera la que los separa de la villa. Son categorías morales más que edilicias; del barrio se va o viene, de la villa se entra o sale. Pero existen vínculos, ya no es un límite intransitable. La distinción tenía más sentido cuando se creía en cierta movilidad ascendente, pero prima en los habitantes del barrio que la situación ya no es, o no será, muy distinta de la de los habitantes de la villa.
La reputación de los lugares se convierte en una suerte de saber objetivo que tiene un efecto sobre el lugar del que se habla. Y en tanto estigma que impregna a sus habitantes, la mala reputación de un lugar puede disminuir las oportunidades laborales de esas personas.
Incluso quienes desde afuera son vistos como los causantes de la peligrosidad ven sus barrios como peligrosos. La mala reputación puede ser entonces una construcción interna o externa que es luego internalizada.
La villa es el escenario privilegiado de la falta de regulación, del “vale todo”. Por ello la villa no es solo una amenaza para el exterior, sino que en el interior hay un colectivo donde cada uno constituye un riesgo para su vecino.
En líneas generales, los vínculos locales se caracterizan por tres rasgos particulares:
– Las estrategias de los vecinos para intentar minimizar los problemas con los jóvenes.
– Los conflictos de virulencia dispar que se producen a pesar de esas estrategias.
– La presencia del bardo como forma particular de vínculo con los vecinos.
El deterioro de las relaciones con los adultos es a menudo anterior a los delitos en el barrio.
El bardo es una manera de estar presente, de cobrar protagonismo.
Robar en el propio barrio es una acción signada por dos elecciones racionalmente opuestas: una cuestión de economía del desplazamiento aunque consideran que robar a los vecinos tiene consecuencias muy negativas. Cuando lo hacen, suelen apelar a la droga como la excusa que explica cualquier trasgresión de una norma.
Pero no solo el temor a las represalias directas desaconseja robar en el barrio, sino que es posiblemente uno de los pocos ámbitos donde todavía queda algún sentimiento de pertenencia comunitaria, y por ende donde sufren el estigma y sensación de exclusión.
Para estos jóvenes no existe el barrio como institución socializadora; hay una serie de relaciones más o menos tensas con sus vecinos, interacciones obligadas, estrategias de evitamiento, pero sin que se sienta el peso socializador de las instituciones formales ni de los vínculos informales en el interior de una comunidad local.