Cuando era chica, me enfermaba de la emoción. ¿Se les ocurre algo más frustrante para un chico?
Me emocionaba muchísimo cuando iba a ser mi cumpleaños, o vendría mi mejor amiga a dormir a casa, y eso era todo lo que hacía falta para alterar a mi sistema inmune.
En solo una cuestión de horas terminaba en cama y con fiebre, mientras todos mis amigos celebraban mi cumpleaños, en el living de mi casa, sin mí.
Con el tiempo tuve que aprender a controlar mi emociones. Algo así como una mutante de X-Men con el poder más patético del mundo, un sistema que se sobreexcita y colapsa ante la alegría.
Aunque mi felicidad fuese la misma, tuve que enseñarle a mi cuerpo a no demostrarla con locura, a no correr ni saltar, ni hablar por los codos anticipando los sucesos.
Parece triste pero no es tan así, realmente. Es solo una cuestión de disfrutar las emociones sin dejar que me sobrevengan por completo.
Con el paso de los años lo aprendí, y luego lo olvidé. Cuando dejé de enfermarme, en algún momento también dejé de preocuparme.
Así es como terminé con anginas el año pasado justo el día antes de salir para Disney. Así es como hoy en día, después de una buena noticia, me siento afiebrada.
¿Será que después de tanta mala racha, mi emoción cuando algo perfila bien, es la misma de cuando tenía 10 años?
Tengo que volver a enseñarle a este cuerpecito que se tome las cosas con calma. Porque si no, se va a quedar mirando desde afuera de nuevo cómo los demás se divierten.